Los Ciclos de la Violencia y la Democracia en Venezuela

Roberto Briceño León

Universidad Central de Venezuela / Laboratorio de Ciencias Sociales.
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www.lacso.org.ve

Resumen

El artículo analiza la situación de la violencia homicida en Venezuela entre 1980 y 2011 y para eso utiliza el concepto de los ciclos para postular la existencia de tres etapas diferentes de acuerdo a la tasa de homicidios y la institucionalidad. El primer ciclo es de crisis institucional de 1989 a 1993, el segundo ciclo de estabilidad de 1994 a 1998 y el tercero de destrucción institucional de 1999 al 2011. En la discusión de los resultados se plantea que la explicación de las causas de la violencia en Venezuela debe buscarse en los cambios en la reglas del juego y el pacto social ocurrida en esos ciclos y sostiene que la destrucción institucional que ocurre a partir de 1999 se funda en el quiebre de cinco principios de funcionamiento de la democracia que ha ocurrido en Venezuela. Estos principios son: 1.- La democracia es un gobierno de muchos, no de uno sola persona. 2.- En la democracia el poder es un lugar vacío, no tiene nombre ni apellido 3.- En la democracia es fundamental la autolimitación del poder. 4.- la existencia de la ley como un tercero abstracto impersonal que interviene y somete a todos, inclusive a las autoridades. 5.- Si bien las democracias pueden estar basadas en el consenso o la mayoría, las democracias del consenso superan a las mayorías en el control de la violencia. El artículo concluye que por no cumplir esos principios, las dictaduras y los regímenes autoritarios no pueden construir la paz, ya que la seguridad ciudadana requiere de la libertad y la democracia.

Palabras Clave: Violencia, homicidios, ciclos, institucionalidad, democracia, Venezuela, sociología.

Abstract

The article analyzes the situation of homicidal violence in Venezuela between 1980 and 2011 and that uses the concept of cycles to postulate the existence of three different stages according to the rate of homicides and institutions performance. The first cycle of institutional crisis goes from 1989 to 1993, the second cycle of institutional stability from 1994 to 1998 and the third of institutional destruction from 1999 to 2011. In the discussion of the results the author proposes that the explanation of the causes of violence in Venezuela must be sought in changes in the rules of the game and the social pact that occurred in these cycles and argues that the institutional destruction that occurs after 1999 is based on the breakdown of five operating principles of democracy that has happened in Venezuela. These principles are: 1. - Democracy is a government of many, not one single person. 2. - In a democracy power is an empty place has no name or surname 3. - In a democracy it is essential to selflimitation of power. 4. – In a Democracy, law as a third party intervenes and subjected to all, including the authorities. 5. - Although democracies can be based on consensus or majority, consensus democracies outperform majorities in controlling violence. The article concludes that by failing to meet these principles, dictatorships and authoritarian regimes cannot build peace, because citizen security requires freedom and democracy.

Keywords: Violence, homicide, cycles, institutions, democracy, Venezuela, sociology


Introducción

Por mucho tiempo se asumió que el delito más sencillo de investigar era el homicidio, pues, si bien tenía múltiples misterios que indagar, como lo muestra la extensa literatura de la novela negra y las variadas series de televisión, al final se trataba de una relación perversa entre conocidos, siempre tenía por detrás alguna vinculación social que desembocaba en la muerte. Si aparecía muerta una adinerada o alegre esposa, el primer sospechoso era su cónyuge. Si aparecía el cadáver de un seductor empedernido, pues ¡cherchez la femme! , se trataba de un lío de faldas y debía buscarse al rival agraviado. Y así, sucesivamente, se investigaba en el entorno de la víctima.

El problema se presenta cuando la mayoría de los asesinatos ocurren entre personas desconocidas. Cuando un importante porcentaje de los actos violentos se suceden entre personas que es la primera y, quizá, última vez que se encuentran. Allí la relación social entre la víctima y el victimario desaparece y el crimen se presenta sobre una banalidad de razones, atados a acontecimientos azarosos o secundarios que, al final, hacen fútiles las causas de la muerte.

Estas circunstancias cambian el panorama de comprensión de los homicidios, pues no solo hacen engorrosa, y a veces imposible, su investigación criminalística y policial, sino que además muestran un fenómeno social diferente.

Violencia individual y social

Toda violencia interpersonal, toda muerte violenta causada en un contexto distinto de las guerras, es un acto individual. Son actos cometidos por individuos que de manera intencional o no, realizan acciones que pretender causar o causan un daño a otros. El daño puede ser apenas una amenaza, causar lesiones o ser letal y conducir a la muerte.

Esa acción individual, ese daño, se comete en el contexto de una sociedad, de un grupo social, sea este una banda, una familia, un barrio o una ciudad, un país… un contexto social que puede explicarlo de manera diferenciada y en consecuencia elogiarlo o censurarlo, premiarlo o castigarlo (Moreno Olmedo, 2009).

El mismo acto puede ser interpretado de manera distinta por los actores o espectadores y reaccionar, en consecuencia, de manera desigual. Cada acto individual debe ser entonces descifrado en un medio social, pero la sociedad no logra explicar adecuadamente las infinitas posibilidades de acción por las que puede optar el ser humano en el ejercicio su siempre posible libertad individual. El ser humano no es un esclavo sumiso de sus circunstancias, pero tampoco puede aislarse y abstraerse de ellas, pretendiendo ignorarlas.

En cada acto individual se encuentra el componente derivado de esa impronta social, confundido en la infinita madeja de determinantes singulares. Y en la suma de muchos acto individuales se puede encontrar entonces la peculiaridad de esa impronta que llamamos determinantes sociales o sociedad, pues la sociedad solo existe en tanto suma de individuos (Strimska, 1989).

Cuando se trata de interpretar las violencias individuales, como la esposa alegre o el seductor empedernido que mencionábamos al inicio, la investigación criminalística personalizada es pertinente y necesaria. Cuando se trata de explicar la aparición abrupta de miles de homicidios, se requiere de investigación social y política.

La violencia, el crimen y los homicidios, han sido asumidos como un asunto exclusivo de ladrones y policías, como una acción de perversos o desviados, de hambrientos o de ambiciosos, de bandidos y sus secuaces. Y ciertamente, de todos estos individuos, y de algunos más, se encuentra allí. Pero cuando la mayoría de los homicidios ocurren entre personas desconocidas, cuando se viven incrementos rápidos y notorios en su ocurrencia, se requiere de una explicación acorde con las magnitudes y la dimensión del fenómeno, se requiere de una explicación macro-social.

Los ciclos de la violencia y la institucionalidad

En la violencia así como en la economía o la política hay periodos de tiempo que se caracterizan por alguna realidad o por una tendencia a que un tipo comportamiento se incremente o disminuya, brote o se esfume. Se trata de comportamientos colectivos que ocurren y se generalizan porque se ofrece una oportunidad o porque se propagan y reproducen como forma de actuación pues se contagian como resultado del miedo o del optimismo (Myers, 2000).

En economía se han estudiado por más de un siglo los llamados ciclos económicos, que en algunos casos pueden referirse a periodos históricos amplios, las denominadas ondas largas de Kondratiev; o a periodos temporales cortos que implican momentos de expansión, recesión o recuperación de una economía por el lapso de unos pocos años. En sociología y en criminología se encuentra una situación similar pues hay periodos en la historia en los cuales hay un incremento de los homicidios y en otros una disminución sostenida por periodos de tiempo que pueden ser de siglos o de décadas (Gurr, 1981). Se sabe que en Inglaterra (Martin, 1957) y Francia (Whitt, 2010) hubo un periodo de caída de los homicidios entre los siglo XIX y XX que se correspondió con el crecimiento del estado de derecho, el control de los poderes absolutistas y el esfuerzo de regulación de los modales que Elias denomino proceso civilizatorio (Elias, 1987). En Japón, ocurrió una declive sostenido de los homicidios después de la derrota en la Segunda Guerra Mundial y en Estados Unidos (Harcourt & Ludwing, 2006) (Hirschi & Rudisill, 1976) se dio un aumento importante de las muertes violentas en los años sesenta, que lo convirtió en una notable excepción entre los países industrializados. Este incremento se mantuvo hasta los años noventa cuando, por razones aún muy discutidas, (Levitt, 2004), comenzó un descenso sostenido en los años noventa que aún se mantiene (LaFree, 1999). Sin embargo, la diferencia es todavía muy grande, pues mientras Japón, Inglaterra y Francia tienen una tasa cercana a un homicidio, Estados Unidos tiene una tasa de cinco homicidios por cada cien mil habitantes

Estas tendencias requieren de un análisis singular de los procesos que allí ocurren (Rosenfeld & Messner, 1991). En los largos periodos como lo que sucedió en Inglaterra y Francia, se pueden corresponder a modificaciones profundas de las estructuras de la sociedad, serían unos periodos que deben ser interpretados como de “longue durée”, en el sentido de Braudel. Pero en los periodos cortos, como lo que ocurrió en Japón y EUA, o como lo que ha sucedido en estas últimas décadas en Venezuela, Colombia o Brasil, debemos fijarnos en los acontecimientos que nos permiten entender las tendencias. Nos parece entonces que el análisis de los ciclos, o si se quiere, de las olas de aumento o descenso de la violencia, debemos trabajarlas con dos circunstancias: por un lado, la direccionalidad del movimiento, que son las características de ascenso, estabilidad o descenso de los casos. Y, por el otro, los eventos específicos que se pueden identificar como los puntos de quiebre, los momentos donde se produce una inflexión de la tendencia y que representan algo más que la espuma de la historia, pues determinan lo que ocurrirá en los años posteriores.

Ahora bien, tanto las tendencias del periodo como los eventos requieren de una explicación de su ocurrencia y la corriente dominante en buena parte del mundo (Lagrange, 2003) (Roche S. , 1998), y sobre todo en América Latina, ha sido a interpretarlo desde una perspectiva social (Londoño & Guerrero, 1999) (Concha-Eastman, 2000). La pobreza y la desigualdad han sido los factores más recurrente usados para explicar la situación de violencia (Kruijt, 2008) (Moser & Shrader, 1998) (Pinheiro, 1998), aunque también se ha trabajado con la los aspectos demográficos (South & Messner, 2000), la estructura de edad de la población (Jennes, 2004), con los hijos indeseados (Donohue III & Levitt, 2001) la situación de la familia (Tournier, 2003) (O`Brien, Stockard, & Isaacson, 1999), la carencia de educación o el desempleo (Parker & Smith, 1979) (Young, 1993); y con factores más situacionales y circunstanciales, como el consumo de drogas o alcohol, y el porte de armas de fuego (Villaveces, Cumming, Espitia, & Otros, 2000).

Si bien una explicación del largo periodo requiere de utilizar todos esos factores y algunos más como lo he formulado en el modelo sociológico de explicación de la violencia (Briceño-León, 2005), para interpretar los ciclos se requiere de un análisis detallado del impacto que tienen los eventos y nos parece que allí debe hacerse énfasis en otra variable que sufren cambios en el corto plazo.

Sostengo que la explicación de los cambios en la situación de violencia, y en particular en la ocurrencia de los homicidios, no debe buscarse en la situación de pobreza o desigualdad, sino en la institucionalidad de la sociedad, en la dimensión normativa que llamamos el marco simbólico de la sociedad. Esto no quiere significar que las condiciones materiales no tengan importancia, pues a nivel individual, en los casos específicos de personas, puede tenerlo, solo que en el nivel colectivo de la sociedad, nos parece que no tiene la importancia que se le ha atribuido y que son los intangibles normativos del pacto social, las barreras que allí se imponen o las licencias que se otorgan, lo que no da los puntos de inflexión.

El argumento más generalizado tiende a convertir a la pobreza como la causante de la violencia: Es la miseria lo que lleva a las personas a involucrarse en el delito y a cometer asesinatos. Este argumento lo ha utilizado una parte de la academia y lo utiliza en gobierno de Venezuela en la actualidad, y así, en una doble jugada, se exculpa a los delincuentes (pues no es su responsabilidad, sino de la causa externa) y se atiza la lucha de clases, pues son los ricos y el capitalismo (otra causa externa) los que crean la pobreza y en consecuencia la violencia. Sin embargo, el argumento es tan frágil, que se cae con la sola evidencia de que la inmensa mayoría de los pobres, digamos que en un 99%, no son delincuentes ni asesinos, sino venezolanos trabajadores y honestos que sufren diariamente de la violencia, de los robos y los homicidios. Los pobres no causan la violencia, sino la padecen.

Lo que se debe explicar es el comportamiento de ese 1% que delinque y agrede a los demás ciudadanos. Y para hacerlo se requiere comprender siempre las características o circunstancias individuales, específicas, de cada evento o persona. Pero también del orden social y normativo en el cual se mueven esas personas y que se modifican en los ciclos.

Los ciclos en la violencia en Venezuela

La situación de violencia en Venezuela ha sido muy desigual en el último siglo, aunque ha vivido momentos conflictivos, se ha mantenido una situación de poca violencia, sobre todo si se compara con la vecina Colombia donde desde los años cincuenta del siglo XX se ha tenido una situación de violencia interna sostenida, con varios grupos guerrilleros, uno de ellos el más antiguo del continente, que todavía realiza acciones de guerra y terrorismo a pesar de su menguada capacidad militar y su todavía mucho menor apoyo ciudadano (Briceño-León, Villaveces, & Concha-Eastman, 2008).

La violencia en Venezuela fue hasta los años sesenta un problema de las áreas rurales, vinculado a los conflictos locales y a la ausencia del estado, en unos casos, o al abuso de sus representantes, en otros. El rápido proceso de urbanización que llevó a más de la mitad de la población a vivir en ciudades en los años cincuenta, cambió ese panorama. La dictadura militar de la década del cincuenta impuso un orden policial que si bien tenía propósitos de control político, permitió mantener la violencia en unos niveles muy bajos, mientras en Colombia crecían.

El inicio de los gobiernos democráticos a fines de los cincuenta y la aparición de la guerrilla rural y urbana en los años sesenta creó que unos años de inestabilidad. En ese periodo hubo varios alzamientos de grupos militares contra el gobierno electo que llevó a cruentos enfrentamientos entre los militares. Por otro lado, los grupos guerrilleros dedicados a las acciones focales de subversión en áreas rurales y de terrorismo urbano, representaban una fuente de violencia continua y generalizada que, sin embargo, no logró conquistar el apoyo de la población y a los pocos años abandonaron la lucha armada para acogerse a la pacificación del país y continuar la lucha por medios políticos, legalizándose el Partido Comunista de Venezuela y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, iniciaron su participación en los procesos electorales desde 1968.

Si uno observa la situación de los homicidios en esas décadas, encuentra que no hubo variaciones significativas, se mantenía estable el número total de asesinados cada año y una tasa de entre ocho y diez víctimas por cada cien mil habitantes. Como puede observarse en el Gráfico 1, hay cuatro períodos diferentes en el comportamiento de la cantidad de los homicidios. Hay una etapa que el gráfico se muestra desde 1976, pero que realmente pudiera llevarse dos décadas atrás sin modificaciones importantes y que está caracterizada por ser una línea horizontal, plana, una meseta que se altera en 1989 cuando se produce un brinco importante y se inicia un ciclo largo de violencia en Venezuela que ya tiene un cuarto de siglo y que nos pparece importante entender en sus tres etapas.

1989-1994: La crisis institucional

Esta etapa está constituida por dos eventos relevantes que impulsan el incremento de la violencia en Venezuela y que llevaron a los primeros estudios sistemáticos del fenómeno en el país (Ugalde, 1990) (Pérez Perdomo & Navarro, 1991) (Pérez Perdomo, 2002) (Pedrazzini & Sanchez, 2001). El primero es “el Caracazo” ocurrido en febrero de 1989 y que tuvo un gran impacto pues en un país donde se cometían entre 1500 a 1700 homicidios por año, el hecho que en una semana, en una sola ciudad, en Caracas, se produjeran al menos 534 muertes violentas, representó un evento traumático que llevó a un aumento excepcional de la tasa de homicidios, pues pasó de 9 a 13 por cien mil habitantes. El segundo evento lo constituyen los dos intentos de golpe de febrero y noviembre de 1992, los cuales si bien no fueron extremadamente letales, si hubo militares y ciudadanos fallecidos, pero sobre todo implicaron un uso masivo de la fuerza, con movilizaciones de tropas, cruces de fuego sostenido en ciertas zonas urbanas y hasta bombardeos aéreos de la capital. Las relativamente pocas víctimas de las escaramuzas no le restan violencia a los actos, lo cual se confirma con un circunstancia especial, después de 1989 el número de homicidios y las tasas se mantuvieron estables durante los dos años siguientes, mientras que en los años posteriores a los golpes de estado la magnitud y la tasa de homicidios continuaron en ascenso (Briceño-León, 2006).

Venezuela 1976-2011 Total de homicidios

El Caracazo y los golpes pueden ser entendidos de múltiples maneras y se pueden ofrecer explicaciones diversas y hasta muy opuestas de las razones o justificaciones de su avenimiento. Sin embargo, lo que considero difícil de rebatir y fácil de encontrar consenso es que ambos eventos representaron una crisis institucional importante y un quiebre de elementos básicos del pacto social venezolano. En el Caracazo, con los saqueos colectivos y la destrucción de bienes se quiebra la convivencia y el orden social de respeto del otro y de la propiedad. Hay un marco simbólico de contención que le indica a la gente no puede entrar a una tienda y llevarse sin pagar la comida, las pinturas o los televisores. Decir esto casi resulta una perogrullada, pero de esos actos evidentes de limitación es que se constituye el pacto social. En los días del Caracazo eso fue lo que sucedió: Se suspendió el acatamiento del límite. Las razones para que esto ocurriese eran muchas, se aduce que fueron la situación de pobreza, las primeras medidas del gobierno de Carlos Andrés Pérez, el neoliberalismo de su programa, los conflictos internos en su partido (Marquez, 1995). En nuestra opinión estos eventos era muy recientes y no pueden explicar las dimensiones de lo ocurrido. La verdadera razón nos parece que estriba en los meses acumulados de escasez de productos tan básicos como el azúcar, la leche en polvo o las toallas sanitarias femeninas. cuyos precios estaban regulados por el gobierno y habían desaparecido de los anaqueles de las tiendas. Y la indignación contenida no se debía sólo a la escasez como tal, que ya es bastante, sino porque esos mismos productos se encontraban en el mercado negro que se negociaba en la parte trasera de las tiendas. Allí, en el mercado de la sombra y la arbitrariedad, se encontraba todo, pero el ciudadano estaba sometido no sólo al precio azaroso, sino a la voluntad caprichosa del vendedor, quien otorgada los productos a su discreción.

Los golpes de estado de 1992 no fueron anunciados ni sospechados por la población común. El país despertó con sorpresa dos madrugadas en el mismo año por un grupo militares que intentaba tomar el poder por el atajo de la fuerza y que con su actuación quebraron el pacto de la democracia, que obligaba a llegar al gobierno por unas reglas de competencia y elección, por los votos y no por la amenaza de las armas. Así como el Caracazo quebró la institucionalidad social, los golpes de estado disolvieron el acuerdo político, lo volvieron dispensable y superficial, y justificaron el uso de la violencia para alcanzar las metas políticas.

La explicación al incremento de los homicidios en este periodo nos parece que se encuentra en estos dos eventos y en la legitimación del saqueo y de la violencia como herramientas de acción social y política, las cuales aunque surgen de otra dimensión de lo social y político, repercuten en la cotidianidad de la violencia delincuencial.

1994-1998:Estabilidad institucional

En 1994 se alcanzó una cifra record en los homicidios. Para ese momento se superaron las cuatro mil víctimas por primera vez en la historia y se llegó a una tasa de 20 fallecidos por cada cien mil/habitantes. Ese año se instauró un nuevo gobierno en el país, luego de unos turbulentos años de inestabilidad, signados por la destitución del Presidente de la República y la designación de varios substitutos en un corto lapso.

La llegada del presidente Caldera significó un esfuerzo notable por retornar a la tranquilidad e institucionalidad. Quizá por su edad y su propia personalidad política, no asumió muchos de los cambios que la sociedad estaba demandando, pero se dedicó a devolver estabilidad a las instituciones y a permitir que el futuro se hiciera predecible. Realizó un gobierno que prácticamente pareciera que hubiesen sido dos, por las grandes diferencias de las políticas emprendidas entre sus primeros y últimos años de gestión. Pero mantuvo todo el tiempo y con coherencia el respecto de la normatividad, el llamado a la paz y la reconciliación, la implementación de políticas moderadas de seguridad ciudadana, sin mucho brillo ni mucha estridencia, sin grandes aciertos ni profundos errores.

La consecuencia de esta política fue una reducción de la violencia y la crispación social y una estabilización de la violencia que se tradujo en una muy escasa variación de las cifras de asesinatos en el país. En 1994 hubo 4733 homicidios, cinco años después, mientras se realizaba la campaña electoral que ganó el candidato Hugo Chávez, se cometieron 4550 asesinatos, doscientos menos que cinco años antes. La cifra parece insignificante, los resultados pudieran parecer pírricos, y para los venezolanos en ese momento eran demasiado mezquinos, pues se quería mucho más, se quería reducir los muertos, no mantenerlos en el muy alto nivel que se consideraba estaban. Sin embargo, a la luz de lo que sucederá luego, se muestran como altamente exitosos e ilustrativos de la relevancia institucional, aunque hayan sido magros los resultados.

1999-2011: Destrucción institucional

De una manera muy sorprendente, en el primer año de gobierno del Presidente Chávez, los homicidios subieron a casi seis mil: 5.974 en 1999. Luego de cinco años de estabilidad, se producen mil quinientos asesinatos adicionales, de un año para otro, y sin mediar en apariencia ningún evento especial. Y el año posterior vuelven a aumentar, pero esta vez con dos mil víctimas más, para llegar a 8022 en el año 2000, casi duplicándose la cifra de homicidios en dos años.

Como puede observarse en el Gráfico 1, en los años sucesivos hay una tendencia al incremento sostenido, a pesar de leves descensos o estancamientos en las magnitudes, que luego retoman el incremento con mayor impulso y con la tendencia que se venía perfilando en los años anteriores. Es así que en al año 2003 se llega a los 11.342 asesinatos, una cifra excepcional que causo alarma en la población y en las autoridades, las cuales, como respuesta decidieron al año siguiente prohibir la difusión de las cifras oficiales sobre homicidios, impidieron la entrega regular de información y estadística y la habían en las páginas web del gobierno nacional fueron retiradas. La respuesta ha sido un tanto extraña, para decir lo menos, y trae a la memoria la venta del sofá que hace el marido engañado en el chiste popular, pues pensar que con ocultar las cifras se podía evitar la ocurrencia de los asesinatos o se alivia el dolor de los familiares de los fallecidos, es simplemente un exabrupto.

A partir del año 2004 no es posible acceder libremente a la estadística oficial sobre delitos u homicidios. Las cifras dadas son siempre parciales y luego de varios años de silencio, apenas se pudo conocer por los voceros oficiales las cifras del año 2010, a inicios del año siguiente, cuando se reconoció una tasa de 48 muertos por cada cien mil habitantes. Una tasa que es dos veces y media superior a la que se tenía al comienzo del gobierno. Las muertes no se detuvieron por la censura y las cifras continuaron su aumento sin pausa y las victimas llegaron a 12.257 en el año 2006, a 14.589 en el 2008 y 19.366 fallecidos en el 2011, para una tasa de 67 homicidios. La situación de violencia y delito no solo se restringió a los homicidios, pues aumentaron los secuestros (Mayorca, 2010) y las respuestas violentas de las comunidades como es el caso de los linchamientos (Romero Salazar & Rujano Roque, 2008), las culebras (Zubillaga, 2003) y los delitos en su conjunto (Sanjuán, 2000).

La explicación de este crecimiento excesivo y acelerado nos parece que debe encontrarse en el proceso de destrucción institucional que, de manera deliberada se ha llevado a cabo en el país desde el gobierno nacional. Durante ese lapso las autoridades se dedicaron a realizar elogios continuos de la violencia y de los violentos: No solo se justificó el robo por necesidad, sino que se exaltó la resolución violenta de conflictos, se crearon condecoraciones e hicieron desfiles públicos y paradas militares para conmemorar actos violentos, se llenaron las paredes de las oficinas públicas y se rindieron honores a las figuras violentas del país y el continente. Adicionalmente, el gobierno decidió no actuar para enfrentar el crimen y los delincuentes, bajo el argumento de que no quería ser visto como un gobierno represivo, y confundiendo el abuso policial y la violación de los derechos humanos, con los actos dedicados hacer cumplir la ley, se paralizó la acción policial y se entró en un proceso de politización de los organismos de seguridad que trajo terribles consecuencias (Ungar, 2003). La exaltación de la violencia y la restricción de la acción policías, no podían menos que generar una situación dramática de impunidad. En 1998 hubo 118 detenciones por homicidio por cada 100 asesinatos cometidos en el país; diez años después, hubo tan solo 9 detenciones de personas acusadas por estar involucradas en homicidios, por cada 100 asesinatos que se había realizado en ese mismo año, un incremento avasallante de la impunidad (Briceño-León, Avila, & Camardiel, 2012).

Las razones de tan errática actuación proveniente del gobierno mismo son poco claras, pero básicamente pudieran resumirse en la idea de que se ha tratado de llevar a cabo una revolución y eso debe significar la destrucción de lo previamente existente, del status quo de la sociedad, de todo lo representado por el pasado, de modo tal de construir formas y actores de poder diferentes. Para muchos se trataba simplemente de acabar con el “Ancien Régimeen” la versión clásica de la revolución francesa. Las razones han sido políticas, se trata del juego de poder y de desplazamiento de las fuerzas en conflicto, pero sus consecuencias son un quiebre en la institucionalidad general del país y el incremento de la violencia, no solo ni principalmente la política, sino la cotidiana y delincuencial.

La institucionalidad y la contención de la violencia

¿Cómo podemos comprender este proceso y su vinculación con la democracia y la violencia? La percepción general de la población y de algunas autoridades es que el delito y la violencia es un asunto de policías y ladrones, y en su énfasis situacional y pragmático se olvida del marco simbólico del pacto social (Gabaldón, 2007). Los policías no son uniformes ni armas, la justicia no son tribunales o cárceles, son una relación social, un mundo de símbolos que se expresan en ellos y son aceptados o no por la población. Los policías pueden tener armas, pero, si no hay una fuerza moral y simbólica detrás, de muy poco le sirven, o, en cualquier caso, no le sirven para reforzar la institucionalidad, sino contribuirían -como ha sucedido mucho en América Latina- ha destruirla (Antillano, 2009) (Pinheiro, 2000). La institucionalidad del orden social es cultura, es un intangible, pero tiene mucha fuerza para detener o impulsar la violencia (Gabaldón, 2002).

La sociedad actúa de tres maneras básicas para contener la violencia:

En primer lugar produce valores y normas que regulan la vida social. El intercambio que se produce en la convivencia se regula bajo normas de reciprocidad, positivas y negativas que producen una forma de coexistencia que en la medida que es exitosa se convierte en hábitos y se formalizan en leyes (Barreira, 2004) (Wieviorka, 2005). Son las reglas del juego que permiten convenir, evitar los malos entendidos y hacer predecible la vida en común (North, 1991; Parsons , 1990).

En segundo lugar la sociedad procura ofrecer protección efectiva a los ciudadanos ante las amenazas externas o internas que pueden tener. Los valores, las normas, los acuerdos, cumplen un gran papel en la funcionalidad social, pero no son garantía absoluta de contención de la trasgresión, siempre puede haber alguien o un grupo que decida ignorar los pactos y los modos de vida prescritos. Para eso se preparan los individuos directamente, para su defensa o se delega en otros y se organiza una parte de la sociedad que se denomina ejercito o policía que se dedica a proteger efectiva y físicamente a las personas y evitar que se realicen actos que produzcan daños.

En tercer lugar la sociedad reacciona ante quienes a pesar de los valores, las normas y los pactos, a pesar de la contención que debe dar la protección de la policía, quebrantan las normas, producen daños y realizan los actos proscritos en la sociedad. La sociedad reacciona y responde recíprocamente a dichas acciones, esta reciprocidad negativa expresa la venganza de la sociedad y puede ejecutarse directamente por los agraviados (Senechal de la Roche, 1996) o de una manera delegada por el sistema de justicia criminal (Rosales, Borrego, & Nuñez, 2008). Los modos de expresión de esa reciprocidad negativa pueden variar en el tenor, la severidad o el modo, pero siempre es una respuesta. Lo importante no es el modo de la respuesta, sino la existencia de la respuesta misma, pues, la no-respuesta tiene efectos disolventes en el pacto social original, en los valores y las normas constitutivas de esa sociedad (Becker, 1968) (Zaibert, 2005).

La institucionalidad esta constituida en esos tres niveles de la sociedad que limitan, permiten y aseguran el fluido funcionamiento de la interacción social. Si no hay normas las personas se sienten desorientadas y en estado de anomia; si no hay protección efectiva se sienten indefensas y vulnerables; y si no hay respuestas a la transgresión, se vive en la impunidad.

La construcción de esta institucionalidad se ha visto como relevante para la contención de la violencia y la existencia del sistema de justicia criminal (Roche & Richter, 2007), y efectivamente lo es, pero también lo es para la construcción y vigencia de la democracia.

Violencia y democracia

La democracia ha sido caracterizada de múltiples maneras, se le han colocado diversos apellidos y quizá el rasgo más comúnmente aceptado es la elección de las autoridades por la votación universal de la población de ese país o entidad. Sin embargo, la democracia es mucho más que el sufragio, lo que define el carácter democrático de una sociedad y que nos parece importante para entender su vinculación con la contención, simbolización o sublimación de la violencia, no se refiere tan sólo a como son escogidos los aspirantes a ejercer el poder, sino el modo cómo lo ejercen.

La democracia es un modo de organizar la convivencia social y el ejercicio del poder basado en normas abstractas y universales que someten a todos los miembros, sin excepciones, a su cumplimiento. En la democracia, la norma es quien ejerce la fuerza y por lo tanto somete a la fuerza. Quien ejerce el poder en la democracia es una función de la norma, no la norma. Y la gran diferencia de la democracia con otras formas de gobierno radica en que en las dictaduras o las autocracias, lo que priva es el ejercicio de la fuerza, donde no hay límites al poder, pues el poder no está en la norma sino en la voluntad personalizada de quien lo ejerce.

En ese sentido, un régimen de fuerza funciona de manera similar al delito violento, pues lo que priva no es la norma ni el consenso o acuerdo, sino la fuerza, la voluntad impuesta por la fuerza. Por eso hay rasgos en las democracias que facilitan o apoyan la contención de la violencia o que, en su defecto y ausencia, pueden impulsarla (Cruz, 2000).

De la amplia literatura sobre la democracia quisiera resaltar, de manera sucinta, cinco rasgos de la democracia que nos parecen relevantes para la contención de la violencia en la sociedad.

  1. La democracia es un gobierno de muchos, no de uno sola persona. Esta idea puede tener muchas expresiones, una es la idea del gobierno del pueblo donde todos ejercen el poder de manera directa eligiendo las autoridades y delegando en ella unas funciones. Otra connotación puede ofrecer la imagen del poder distribuido y descentralizado o la idea de la separación y equilibrio entre los tres poderes públicos. El concepto original que formuló Dahl para referirse a la democracia real y que llamo poliarquía (Dahl, 1971) expresa muy bien esta idea que queremos destacar. Aunque en su caso se trate de una referencia a las características que deben tener las elecciones y la respuestas a las demandas del ciudadano (dos Santos , 1998) y esto tenga serías limitaciones en América Latina (O´Donnell, 2000), nos parece que expresa bien una idea central que deseamos comunicar: es el gobierno de muchos.
  2. En la democracia el poder es un lugar vacío, no tiene nombre ni apellido, no es propiedad de nadie. Quien ocupa ese lugar está siempre de paso, de transito con unos tiempos de inicio y finalización pautados. Es un ejercicio del poder que tiene fecha de vencimiento establecida. Esta idea del poder como un espacio vacio, formulada por Leffort(1981), es muy importante, pues destaca que no son personas sino funciones, pues el poder político en la democracia es un acuerdo, un pacto, una función. Esta idea se expresa, queda verbalizada, muy adecuadamente, en la expresión que en el protocolo venezolano existe para dirigirse a la primera autoridad: “el ciudadano presidente de la República, fulano de tal”. En esta visión la presidencia no es el fulano de tal, el apenas está allí temporalmente, ocupando esa función y ese lugar, no le son suyos ni permanentes.
  3. En la democracia es fundamental la autolimitación del poder, el freno y la sindéresis que debe tener el poder en su ejercicio. Esta realidad surgió del análisis económico, pues el funcionamiento de una economía libre depende de la vigencia de las reglas del juego y del cumplimiento de los acuerdos y contratos que hacen los actores (North & Weingast, 2000). El dilema que se presenta es que un estado suficientemente fuerte como para hacer cumplir los contratos y por lo tanto preservar las reglas del juego, es a su vez suficientemente fuerte como para confiscar la riqueza de sus ciudadanos (Weingast, 1995). Por lo tanto, en la dinámica de las democracias, un aspecto no legislado, pero fundamental es la auto-sujeción del poder, el equilibrio auto-impuesto que genera el propio poder para no excederse, aun teniendo las posibilidades de hacerlo.
  4. El cuarto componente es la existencia de la ley como un tercero abstracto impersonal que interviene y somete a todos, inclusive a quienes están en la obligación de hacer cumplir esa ley. La expresión que a veces se le escucha al policía abusador (o al militar, al juez o al gobernante) quien, presumiendo de su rol y jactándose de su fuerza, le dice al indefenso ciudadano “yo soy la ley”, resume bien la absoluta negación de lo que es este principio de ejercicio democrático. El policía, el juez o el presidente, no son la ley, pueden ser sus instrumentos, pero ni están por encima ni la encarnan, están por el contrario, sometidos a la ley como regla abstracta.
  5. Finalmente, cuando se analizan las diferentes tipos de leyes y reglas de las democracias, se concluye que pueden funcionar basadas en dos modelos diferentes: se gobierna por consenso o se gobierna por la voluntad de la mayorías (Lijphart, 1999). Realmente la voluntad de la democracia es el consenso, el acuerdo y la negociación, por eso en aquellas democracias que pueden ser catalogadas como de gobierno de mayoría hay una fuerte búsqueda de consenso; así como en las que tienen como propósito la búsqueda de consenso, se utilizan mecanismos sofisticados de gobierno de las mayorías. La diferencia clara es que la mayoría no puede imponerse y aplastar a las minorías, pues son seres humanos y ciudadanos, miembros de esa sociedad que merecen tolerancia y respeto. De allí que se hayan diseñado mecanismos variados para garantizar la representación de las minorías. Lo que Leijphart destaca bien en su estudio es que las democracias basadas en el consenso superan a las de las mayorías en el control de la violencia (Lijphart, 1999, págs. 270-271,301).

Estas cinco características las consideramos esenciales para interpretar lo que sucede con la violencia y para interpretar las etapas o los cambios que hemos vivido en Venezuela, pues tanto el orden social, como el sistema de justicia penal funcionan en este contexto (LaFree & Tseloni, 2006) (Karstedt, 2006).

Lo que ha sucedido en Venezuela en la primera década del siglo XXI dista mucho del modelo deseable antes formulado. En primer lugar, en un país de tradición caudillista y presidencialista, estos rasgos se han acentuado. El poder se ha concentrado en el Ejecutivo nacional y en la figura del Presidente, los procesos de descentralización se han cancelado y revertido. En lugar de distribución del poder entre muchos, se ha agrupado en pocos o en uno.

El poder en Venezuela dejo de ser temporal, aún antes de las modificaciones constitucionales, el mensaje era que quien ocupaba el lugar del poder en la presidencia de la República sería eterno. Primero se anunció que estaría hasta el año 2020, después se postergó hasta el año 2030, después fue indefinido, sin tope ni límite posible. El protocolo de titulación también cambió: de Ciudadano Presidente de la República se pasó a Comandante-Presidente.

El poder Ejecutivo y la figura del Presidente se han convertido en la Ley. Se han otorgado sucesivos poderes al Presidente para legislar, y no en circunstanciales periodos cortos, sino por años. Esta práctica que anula la labor legislativa de la Asamblea Nacional, se ha visto refrendada con desplantes absolutistas del tipo “el estado soy yo”.

En el ejercicio del poder no ha existido autocontención. Claro, alguien pudiera argumentar y con razón que ha podido ser peor, y es verdad. Pero lo “más” que no se ha dado no le quita impacto a lo “menos” que ha ocurrido como abuso y confiscación de la propiedad y la libertad del ciudadano. Las expropiaciones de los edificios aledaños a la Plaza Bolívar o del Centro Comercial Sambil de La Candelaria en Caracas, o de las fincas al sur del Lago de Maracaibo, son un ejemplo y la expresión más clara de esa actuación negadora de la autolimitación del poder.

Finalmente, la clara voluntad de construir una hegemonía que ignora y pretende aplastar al otro ha sido evidente en las actuaciones del partido mayoritario en la Asamblea Nacional y los ejemplos abundan, desde antes y después de la aprobación de las decenas de leyes en diciembre de 2010, como para requerir una justificación con mayores evidencias (Villarroel, 2009).

Estos rasgos son tan evidentes, que quizá los propios partidarios del gobierno pudieran reconocer su existencia sin mayores problemas. Por supuesto que la diferencia estaría en la evaluación que de esos eventos se hace, pues para muchos de los partidarios del presidente, nada de eso está mal hecho ni tiene consecuencias negativas, sino, más bien, son valoradas positivamente.

Esta diferencia de percepción constituye también un elemento más de la explicación que podemos tener al notable incremento de la violencia en Venezuela a partir de 1999. La división del país que se ha dado y fomentado desde el gobierno, constituye un factor adicional en el estímulo a las acciones delictivas y violentas (Márquez, 2003), pues muestra un país dividido, en el cual el consenso sobre las normas y el pacto social aparece como diferente o no existente y, por lo tanto, le resta fuerza a su capacidad de modelar y contener conductas. En diversos países se ha observado que la fragmentación de la sociedad contribuye a la violencia y lo ocurrido en Venezuela parece confirmar estas hipótesis (Alesina et al., 2003).

La construcción de la paz democrática

En un texto pionero Sutherland escribió que la criminología se dedicaba a estudiar como se hacían las leyes, cómo eran infringidas y cómo respondía la sociedad cuando tales transgresiones ocurrían (Sutherland, 1947). En la práctica la criminología se concentró mucho en la segunda tarea, la desobediencia de las leyes; descuidando tanto la primera como la segunda, es decir olvidando el proceso social de construcción normativo y de respuesta reciproca. Y cuando no la abandonó de manera abierta, se dedicó a entender la dimensión normativa exclusivamente como el aparato legal y el castigo solo como la cárcel, relegando la multiplicidad de expresiones que tiene y las dinámica social y política que le da sustento.

Lo que hemos llamado la institucionalidad de la sociedad son las reglas que regulan, limitan y moldean la interacción humana. La institucionalidad refiere por un lado a los mecanismos de recuperación de las normas y costumbres prescritas en la sociedad real para transformarlas en leyes y, por el otro, a las modalidades de reciprocidad negativas y castigos de la sociedad, a los comportamientos prescritos y su igualmente conversión en normas y leyes formalizadas.

Ese contexto institucional que se requiere para construir la paz en una sociedad, representa una dimensión que excede con creces la acción de la policía. Más aun, es algo demasiado importante como para dejárselos a los policías, se requiere de la presencia de toda la colectividad pues se trata de la construcción de la sociedad y de la democracia (Aniyar de Castro, 2006). Por eso las dictaduras y los regímenes autoritarios pueden mitigar el delito y contener la violencia, pero no pueden construir la paz, ya que la seguridad ciudadana requiere de la libertad y la democracia.

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